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30 de abril de 2020. Era un jueves a las 6 de la mañana. La ciudad silenciosa despertaba en medio de una cuarentena por primera vez en quien sabe cuántas décadas y ciertamente por primera vez en mi vida. Ya llevábamos más de un mes de ‘aislamiento preventivo’ por un extraño y aparentemente mortal virus, que nos obligaba a refugiarnos en casa, evitar el contacto a menos de 2 metros con cualquier ser humano que no viviera con nosotros y cancelar todos los eventos sociales y familiares, incluidos los baby showers que con tanta ilusión habíamos imaginado.

Pero esa mañana el virus no importaba –ni la trasnochada por la debida maratón de serie de Netflix que ahora sucedía aunque no fuera fin de semana-; armados con un buen tapabocas y un tarrito de anti bacterial, saldríamos de la casa a cumplir la cita de 7 am con el Doctor Sarmiento –el mismo que tres veces antes te había tomado ya tus mejores fotos dentro de mi panza. A dos días de cumplir la semana 36 de tu vida dentro de mi, nos disponíamos a verte de nuevo… bueno ‘me disponía’ porque esta vez, por aquello del virus, tu papá se perdería el show.

Entré al consultorio sonriente y feliz, pues como en todas las ecografías anteriores, me imaginaba que el parte sería una felicitación porque todo iba bien. Pero a los pocos minutos de comenzar, el sonriente Dr. Sarmiento cambió su expresión y empezó a preguntarme sobre todos los detalles del embarazo corroborando cada dato. Le recitaba a su asistente términos técnicos que yo no entendía muy bien. Sin decirme mucho me lo estaba diciendo todo. Algo no iba bien. Me dijo que haría un examen más profundo y que lo mejor era que llamara a mi ginecóloga.

¿Por qué?… tu crecimiento parecía haberse disminuido, el líquido amniótico estaba en niveles muy bajos y aparentemente venías con una ‘doble circular en el cuello’ con nudo real. Poco entendía, pero en el fondo entendía. Debía llamar a Imac para darle el parte y que me enviara a la clínica ese mismo día. Debías nacer ya.

No sabía qué había pasado, si el embarazo venía desarrollándose perfectamente y esa pregunta sencillamente no tendría respuesta. El doctor me decía que era una suerte haber hecho esa ecografía e Imac me decía que nos habías avisado para poder actuar.

Salí del consultorio del doctor Sarmiento ocultando un poco mi temblor y llanto; lo que en condiciones normales habría sido un abrazo de consuelo de su parte para asegurarme que todo iría bien, esta vez no podía ser más que una señal lejana de despedida. El sueño de traerte al mundo de una forma ‘natural’, alimentado por todos los recursos de información entre libros, documentales y testimonios que las mamás tenemos a nuestro alcance hoy, se desvaneció en un segundo; ya ninguna de mis ideas o preferencias importaba, sólo que tu estuvieras bien.

Al llegar a la sala de espera del consultorio no contuve más el llanto, abracé a tu papá y dejé salir todas las lágrimas y el miedo que me había invadido. En el fondo sabía que otras –muchas- cosas serían diferentes a como las había imaginado. La que me retorcía el corazón… una cesárea de emergencia en la semana 36 muy seguramente significaba que al nacer no te irías a casa conmigo.

Nico, como siempre mi sostén, sólo repetía palabras de calma y tranquilidad. Desde ese momento y por las próximas semanas se armaría de paciencia y se pondría la camiseta del positivismo, haciéndome sentir sostenida, segura y amada. Yo por mi parte, estaría por aprender en lo más profundo de mi ser, la lección más grande de aceptación y flexibilidad; ya no había nada que yo pudiera controlar, sólo quedaba entregar la situación al amor y dejar que la vida se desenvolviera como tuviera que ser.

Nos fuimos del consultorio a la casa en donde nos esperaban mis papás; aún dormidos cuando les di la noticia se sorprendieron y me ayudaron a calmarme y recoger lo que había empacado hace semanas ya para el día de tu nacimiento. Una ducha caliente, una meditación, una llamada a mi hermana, muchas lágrimas y abrazos, y estaba lista para irme a la clínica. La dulce espera llegaba a su fin… pero hoy no se sentía tan dulce.

Llegamos a la clínica Marly a la 1 pm. La playlist -que había preparado para el que imaginaba sería un trabajo de parto de horas-, me acompañó tan solo en el trayecto de media hora de la casa al hospital. Llegamos a la sala de espera de la unidad de neonatos y una media hora después me llamaron. Sin pensar que ya era el momento, me paré y entré sin siquiera despedirme de tu papá. Porque sí, otra de las cosas que sería diferente a como lo había soñado, es que él no podría presenciar tu llegada al mundo.

Estuve unas dos horas dentro de la sala de preparación. Aferrada a mi tapabocas que ya empezaba a estorbarme, cuando llegó la noticia de otro de los grandes cambios que tendría que afrontar ese día: mi ginecóloga Imac, no sería quien me acompañaría en la cesárea; por una infección gastrointestinal unos días antes le negaban la posibilidad de entrar al quirófano conmigo. A esas alturas ya nada me importaba; estaba dispuesta a aceptar lo que fuera, como fuera, con tal de que tu estuvieras bien. Así que entendí y no me enloquecí como se lo temía tu papá desde la sala de espera.

El equipo médico se fue presentando uno a uno en mi cubículo, cada uno advirtiéndome qué es lo que haría y pidiéndome que no me angustiara cuando entráramos a la sala de cirugía y no pudiera reconocerlos y casi ni escucharlos por el vestido de protección que tendrían, incluyendo máscaras al mejor estilo Breaking Bad –justo la serie que me había trasnochado la noche anterior-.

El reloj marcó las 4 pm. Era hora de ir al quirófano. Mi respiración se agitaba, me pasaron en la camilla de rapidez por la sala de espera donde estaba tu papá quien se pudo acercar tan solo un segundo para decirme ‘te amo, todo saldrá bien’.

Al entrar a la sala de cirugía sentí el ambiente frío y no sólo por la temperatura; el equipo médico estaba completamente cubierto con capas y máscaras y a penas podía reconocer a las personas que un rato antes habían pasado a hablarme en el cubículo. Temblando un poco por el frío y los nervios, seguí las instrucciones para que me pusieran la anestesia, sería la raquídea, para lo cual debía doblar mi espalda y quedarme totalmente quieta. Tenía pavor del dolor pero sorprendentemente ni sentí la aguja.

Me acostaron en la camilla y empezaron a hacer pruebas con pequeños corrientazos para ver qué tan dormidas empezaban a estar mis piernas. A partir de ese momento ya no las sentiría más… Tal vez fue ahí que me di cuenta que tendría un parto sin sentir dolor… pero también sin SENTIR y todo lo que eso implicaba.

No pude evitar ponerme más nerviosa, a estas alturas el tapabocas era insoportable porque por mi ansiedad respiraba muy fuerte. Me enfocaba en mantener mis brazos extendidos a los lados sin moverlos y mi cabeza mirando al techo. Para no escuchar todo lo que decían los médicos repetía en mi mente ‘gracias, lo siento, por favor perdóname, te amo’ y de pronto en la lámpara empecé a ver el reflejo rojo de la sangre. Mi pulso se aceleraba más.

Y el doctor dijo… ‘Ya va a nacer… 4:24 pm’… un momento de silencio y de pronto tu llanto…

Empecé a llorar mientras te escuchaba, me decían todo está bien. Yo miraba al techo y escuchaba tu voz… Llorabas con tanta potencia y yo con tanta impotencia de no tenerte en mis brazos.

No sé cuantos minutos después vino la neonatóloga contigo hacia mi. Eras tan chiquitica y moradita. Temblando levanté mi brazo para tocarte y sólo pude poner mi dedo índice entre tus cejas, tu tercer ojo, deseando que me sintieras, que nuestra conexión se mantuviera para el resto de la vida, que tu conciencia se mantuviera siempre despierta y recordaras el ser divino que eres.

Fueron tan sólo unos segundos, un parte médico y adiós. No te podría volver a ver sino hasta que se despertaran mis piernas y pudiera caminar. ¿Cuánto tomaría eso? No tenía idea.

Pasé unas cuatro horas en recuperación. Temblaba mientras que las enfermeras me calentaban con una cobija térmica. No podía dejar de pensar en ti, en tu papá afuera, en las ganas que tenía de sentirte, de abrazarte y en lo vacía que me sentía. ¿A qué hora te habías ido de mi?

Aceptación, aceptación, aceptación, me repetía. Nada era como lo había imaginado y nada podía hacer al respecto. Sólo sabía que habías nacido y que estabas bien. Ese era mi deber como mamá, garantizar que tu vida no corriera peligro. Pero aún así… el vacío.

Mis piernas se fueron despertando lentamente y el dolor también; alrededor de las 8 o 9 de la noche salí de recuperación. Por fin pude ver a tu papá y ver las fotos que te había tomado cuando te llevaban de la sala de cirugía a la sala de neonatos en tu incubadora. No puedo explicarte lo que sentí cuando me dijo, ‘felicitaciones, mira a tu hija’. Moría por verte… pero eran las 9 de la noche, y aunque inicialmente me habían dicho que sin importar la hora podría hacerlo, ahora me decían que no sería posible sino hasta el día siguiente… ‘por el covid’!

Quería que pasara la noche muy rápido y estuve lista desde las 5 de la mañana, pero la unidad la abrían a las 10 am, así que tenía que seguir esperando. Ni el dolor ni nada importaba; si tenía que ir caminando lo haría. Luego vino el doctor y me anunció que yo saldría ese mismo día del hospital… tu te quedarías. Decía que era mejor para evitar el contagio que estuviéramos en nuestra casa y te visitáramos en los horarios establecidos por la unidad. ¿Cuántos días? ¡No sabíamos! Mi corazón se partía.

Por fin fueron las 10 am… llamaba a las enfermeras para que me llevaran hacia ti, pero se demoraban… alrededor de las 11 llegaron por mi. Entonces con todos los cuidados del mundo, entré a la unidad, sola porque se permitía un solo acompañante. Al fondo en lo más oscurito te encontraría en una cajita de cristal. Durmiendo tan tranquila, tan chiquita… Empecé a hablarte y sin duda reconociste mi voz. Te movías inquieta quiero pensar que buscándome. Volvíamos a estar juntas.

Por los siguientes 7 días cumpliría contigo las citas más importantes de mi vida. Dos veces al día podría entrar a estar contigo, primero solo a verte y luego a amamantarte, cambiarte el pañal, vestirte, y ponerte sobre mi pecho como un cangurito mientas que te cantaba tu canción o te leía un libro. Tu papá nos vería de lejos a través de la ventana, tratando de grabar videos para la familia que no podía esperar para conocerte.

Hasta que por fin, la noche del jueves 7 de mayo con la luna llena y con tus 2200 gramos de amor llegaste a llenar de vida nuestra casa.

No se cuando te contaré esta historia tal cual la viví. No sé si sea lo que quieres escuchar… sólo te puedo decir que hoy reconozco la perfección en medio de la ‘imperfección’, que contar nuestras historias y reconocer nuestras emociones nos ayuda a sanar, a quien escribe y a quien lee, y que agradezco las lecciones de aceptación, flexibilidad y amor incondicional que aprendería en tan solo un día de mi vida.

Gracias maestra, porque me mostraste en un segundo que puedo dejar a un lado todas mis creencias y mis ganas de controlar y darle paso a la vida; que puedo confiar y encontrar la fuerza en mis entrañas cuando siento que no la tengo. Porque me mostraste que yo también soy parte de una familia y que no estoy sola. Gracias hija por darle un revolcón total a mi vida y permitirme nacer de nuevo, junto a ti.

 

CARO